Escribió Stephan Mallarmé que “un
golpe de dados jamás abolirá al-reducido azar’’. Cruza mi mente el poema de
1897 cuando pienso en la curiosa selección que reúne a las películas en
competencia por el Oscar a la Mejor Película de Idioma Extranjero. Seguramente
Einstein hubiera repetido que “Dios no juega a los dados’’. Quien sabe. Pudiera
ser.
Lo que me inquieta es que esta
selección es una manta de retazos de humillaciones dispersos por el mundo
contemporáneo. Leviathan, Ida, Tangerines, Timbuktu, Relatos salvajes. Cinco
regiones del planeta: Rusia, Polonia, Estonia, Mauritania y Argentina. Esquinas
donde late la resignación y el abuso.
Leviathan luce arrolladora.
Dirigida por el ruso Andrey Zvyagintsev, realizador que le regaló al mundo
aquella impresionante El regreso, y más recientemente Elena, acaba de ganar el
Globo de Oro. Antes había recogido mejor guión en Cannes. No es para menos:
retrata la corrupción en un Estado Absoluto, donde no hay separación de poderes
y donde un alcalde puede abusar de los ciudadanos porque le da la gana.
La metáfora que invoca Andrey
Zvyagintsev es universal: el hombre de a
pie que se enfrenta al sistema corrupto. David contra un Goliat, alimentado por
la villanía de Putin. Haber ganado también el premio del Festival de Palm
Springs pareciera posicionar esta cinta con fuerza.
Ida, de Pawel Pawilikowski, es
una perturbadora historia de judíos en tiempos del comunismo polaco. A la
tercera edad que escoge premios en Hollywood le fascinan los dramas históricos.
Más aún si invocan el Holocausto.
Anna es una joven polaca que en
1960 está a punto de tomar votos como monja. En ese instante descubre un
secreto familiar. En blanco y negro, arrasó con 48 premios internacionales.
Obra mayor de un cine que siempre ha sido solvente, Ida retrata el horror que
vivieron los judíos en Polonia, desde la austeridad.
El olor de las mandarinas este
año promete impregnar los Oscar. Tangerinesha viajado desde Estonia y fue
dirigida por Zaza Urushadze. Su acción ocurre en 1990, en la provincia
georgiana de Abkhazia, durante la guerra en Georgia. Ivo no huye, en pleno
conflicto, porque debe trabajar tercamente en la cosecha de mandarinas. Allí
deberá ayudar a un soldado herido.
De otra región lejana llega
Timbuktu, de Abderrahmane Sissako: Mauritania. Podría ser la película
revelación, una de esas cartas inesperadas que le abren una ventana africana al
mundo. Cuenta una historia de la vida real y espantosa: una pareja lapidada por
islamistas en Aguelhok, al norte de Mali, en 2012. No estaban casados.
Finalmente, quedan estos Relatos
salvajes, del argentino Damián Szifron. Hay muchas razones para pensar que
podría ser una triunfadora: ha sido vendida a todo el mundo; gana los premios
del público en los Festivales por donde pasa y tiene a una empresa
distribuidora a la que no conviene subestimar: Sony. Es el tipo de películas
que podría convertirse en un remake (malo) en Hollywood.
Szifron cuenta historias de la
locura corriente. Con un background que tiene muchas pistas del mundo de la
publicidad y la televisión, este joven realizador que no se parece a ningún
director latinoamericano tiene buenas ideas, un magnífico uso del humor negro y
una mirada aguda para meter el dedo en la llaga del descontento social sin
maniqueísmos.
Lo inquietante es que todas estas
películas reflejan abusos del poder sobre ciudadanos desvalidos. El poder puede
ser de izquierda o de derecha. Vestirse de los colores de la revolución. Y
hablar bonito. Pero debajo de esas pieles respira la corrupción, el desprecio
por los que no se pueden defender, la barbarie de la guerra y la lapidación por
motivos religiosos. Aunque sea podemos aplaudir al cine.
Por: Sergio Dahbar
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