En el balance de este otoño de
nuestro descontento, que concluyó el 12 de diciembre al cerrar el país hasta el
día de los Santos Reyes, existe el peligro de confundir dos procesos distintos.
Uno es el evidente, el que ha desatado la crisis política actual, y que se resume
en tres tiempos: Tlatlaya en junio, Ayotzinapa en septiembre, la Casa Blanca en
noviembre. Cada uno de estos sucesos desencadenó movimientos, críticas,
protestas en México y afuera, en el seno del estudiantado, de la comentocracia
y de grupos radicales de distintas partes del país. Provocó críticas cada vez
más severas y de distintas fuentes, de izquierda y de derecha, de la sociedad
civil y del empresariado. También generó una doble confesión tácita del
gobierno de Peña Nieto: subestimaron la gravedad de haber dado por hecho la
vigencia de un Estado de Derecho en México y la redundancia de reformas en esa
materia; y al proponer reformas disímbolas en materia de seguridad y justicia,
reconocieron que no lo habían hecho.
Esta es la parte de la tormenta
actual que seguramente pasará, más temprano que tarde. No hay movimiento de
protesta –Poli, UNAM, normalistas y adláteres– que sobreviva sin demandas
puntuales movilizadoras. Este movimiento, dentro de su sinceridad, ha sacado
fuerza del carácter emotivo de sus dos únicas demandas: “los queremos vivos” y
“que renuncie Peña”, y hasta el embajador de México ante la Unión Europea en
Bruselas. Su debilidad es que no ha podido ni podrá pasar de esas demandas a
otras más puntuales, que pudieran ser objeto de negociación. De ahí la
seguridad por parte de las autoridades de que con el paso del tiempo la
comentocracia se hartará de exigir cuentas a la esposa del presidente, los
padres y familiares de los normalistas se cansarán de pedir que les devuelvan
vivos a sus hijos, y los iracundos sectores antipriístas se cansarán de pedir
una renuncia imposible.
Pero esto es solo uno de los dos
procesos en curso. El otro es el del debilitamiento extremo de la Presidencia y
del gobierno en su conjunto con cuatro años por delante. Este proceso no parece
tener fin, ya que ninguno de los hechos que pudiera llevar a un alto de esta
dinámica se antoja viable. Los remedios evidentes parecen remotos. La economía
no va a alcanzar elevados niveles de crecimiento el año entrante. El desplome
del precio del petróleo y la subida de las tasas de interés en Estados Unidos
generarán turbulencias financieras controlables, pero incómodas. La popularidad
del presidente, de su gobierno y de su partido difícilmente remontará a los
niveles anteriores, nunca muy elevados. Las reformas surtirán efectos
paulatinos y parciales, unas más que otras, pero ninguna de modo espectacular.
Tampoco hay nuevas reformas en el horizonte porque esas sí implicarían rupturas
mucho más profundas con el pasado. Un cambio casi total del gobierno o
elecciones anticipadas –lo que suelen hacer los jefes de gobierno o de Estado
de países con regímenes parlametarios o híbridos– no está en la agenda ni en el
ADN del presidente Peña Nieto.
Al contrario, la continuidad, el
gradualismo y la ortodoxia del ritual son su fuerte. O quizá no ven todavía que
en una crisis como esta cada medida fallida, cada discurso decepcionante, cada
cumbre desangelada, cada viaje al exterior de mediano éxito, no solo no
contrarresta la debilidad, sino que abona a ella. Esta parte de la tormenta
probablemente no pase; ni tampoco se transformará en una simple llovizna.
Por: Jorge Castañeda.
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