Problema de las ciencias sociales
es que para no pocos de sus exponentes lo científico es todo
aquello que carece de representación personal. Así no es raro leer que “lo
social” o “lo político” sigue el curso de leyes objetivas. Los seres actuantes
brillan por su ausencia. El cientismo social, sobre todo en sus formas positivistas
y marxistas, ha terminado por arrasar con cualquiera escena en donde los
actores emerjan como gestores de su propia trama. Por lo general siguen un
libreto acordado por alguna “ciencia”.
La llamada sociedad ha sido
transformada por los científicos sociales en una “cosa” que se explica por su
propia naturaleza. Incluso muchos piensan que para modificar una realidad
social basta simplemente con cambiar de modelo (económico, social). Como si la
sociedad fuera una zapatería. Bastaría solo calzar el modelo más adecuado.
A guisa de ejemplo, si nos
tomamos el trabajo de analizar algunos de los cientos de libros y artículos
escritos sobre populismo (podría ser fascismo, comunismo o cualquier ismo)
encontraremos múltiples tipologías y, por supuesto, modelos. Rara vez el
fenómeno es analizado a partir de la persona populista. Pero si partimos de una
premisa elemental, la de que no ha habido nunca un movimiento populista sin
caudillo populista, dicha omisión no puede ser más absurda. Sin caudillo
populista no hay, efectivamente, populismo. El populismo es en primera y última
instancia, caudillismo.
Para precisar: Cuando escribo
caudillo no estoy hablando de un simple dirigente. El caudillo es un personaje
épico, es decir, un ser rodeado de una leyenda con profundas raíces hundidas en
la imaginación popular.
No se trata de alguien
carismático en sentido weberiano, esto es, de alguien dotado de poderes que
provienen de una remota tradición. Basta solo que su épica sea reconocida por
la historia oficial de una nación. ¿Ejemplos?: Lenin, 1917, regresando a Rusia
desde Alemania en un tren blindado; Mao, 1935, encabezando una “larga marcha”
de campesinos; Fidel Castro, 1956, desembarcando del Granma con sus apóstoles
mal armados; Lula, 1975, el sindicalista organizando al proletariado automotriz
de Sao Paulo; Walesa, 1980, el electricista saltando las alambradas de los
astilleros de Gdansk. Esos son personajes épicos. La épica ha sido en no pocas
ocasiones la base de la política caudillista.
La política, sobre todo la
fundacional, no puede prescindir de momentos populistas y el populismo no puede
prescindir del caudillismo épico. Así nos explicamos por qué el populismo
matriz de la historia latinoamericana, el peronismo, surgió de la épica de un
matrimonio feliz. A un lado Juan Domingo, el oficial encarcelado en la isla
Martín García por militares oligarcas (1945) y después liberado gracias al
pueblo redentor reunido en la Plaza de Mayo. Al otro, Evita, la linda
copitenera que desde el gobierno se transformó en la “virgen de los pobres”.
El ejemplo peronista ha sido
emulado por los populistas del siglo XXl. Evo, si se hubiera presentado como lo
que era, un simple dirigente cocalero, no habría ganado jamás una elección.
Pero al hacerlo en representación de la indianidad boliviana se transformó en
un político invencible. Daniel Ortega, uno de los gobernantes más corruptos del
continente, vive todavía de la renta de su pasado guerrillero. Hugo Chávez
también construyó con talento su épica. El sangriento intento de golpe de 1992
con el cual inició su vertiginosa carrera es celebrado por sus huestes como el
inicio de la gesta que pondría punto final a la Cuarta República.
A la inversa, el mismo ejemplo
venezolano muestra con claridad el destino de la épica cuando esta es montada
sobre la base de un personaje carente de épica. Me refiero al caso del
gobernante Nicolás Maduro, a diferencias de Chávez, un anti-épico radical.
Maduro no ha logrado construir
una épica. En términos de Maquiavelo, su presidencia es hija de la fortuna y no
de la virtud. Nunca ha librado una batalla, jamás ha realizado un gesto
heroico. Incluso su intento de aparecer como el “primer presidente obrero”
fracasó, entre otras cosas porque jamás dirigió -quizás nunca participó- en una
huelga. Fue un subalterno, un hombre de partido, un segundón. Un caudillo no lo
fue ni lo será. Problema grave para el chavismo. Pues si el populismo solo
puede funcionar gracias a la existencia de un caudillo épico, el destino del
chavismo bajo Maduro será fatal.
En un leve lapso, el de Maduro,
el chavismo ha sufrido una profunda mutación. Ya no es un movimiento social y
el gobierno populista ha pasado a ser un gobierno militar pretoriano, uno más
de los tantos que han arruinado la democracia en América Latina.
La gesta épica, por el contrario,
la están construyendo líderes de la oposición. Leopoldo López y su mujer,
Lilian Tintori, son reconocidos en el exterior como combatientes por la
libertad. María Corina Machado, enfrentando a viles represores, ha llegado a
ser una notable y bella figura épica. Y Henrique Capriles, quien ha realizado
campañas electorales épicas, hoy solidariza con los pobres en una actividad
febril hecha desde la “Venezuela profunda”, una que desde la Plaza Altamira no
se puede ver.
Por supuesto, la épica no basta
para la gestación de un gran movimiento social. Perón o Chávez tuvieron éxito
porque conectaron su épica personal con las demandas de los más pobres dándoles
a ellos un sentido simbólico de poder. Eso quiere decir: la épica de los líderes
de la oposición venezolana solo tendrá éxito si logran el apoyo de gran parte
de ese pueblo que ayer siguió a Chávez y luego enfilan todos unidos hacia la
próxima batalla: la conquista de la Asamblea Nacional. Si eso no ocurre, esos
líderes serán personas heroicas, pero no históricas.
La diferencia no es leve: la
historia oficial de todos los países está plagada de héroes derrotados. En la
historia política, en cambio, la heroicidad por si sola no cuenta. No todos los
héroes hacen historia.
Por: Fernando Mires
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