Cuando digo pensar no solo digo
confeccionar la más idónea fórmula económica para salir de la crisis que
vivimos, de las colas denigrantes, la inflación incansable y la impunidad del
Picure; hallar la fórmula para mandar a la basura el gobiernito inútil y
reencontrar la convivencia democrática; hacer justicia a tanto delincuente
vestido de rojo o uniformado de verde. Todo lo cual es condición indispensable
para rehacernos.
El pensar a que me refiero es más
genérico, no quisiera llamarlo filosófico. Simplifiquemos diciendo que es el
venezolano deseable, el sujeto de una nación curada, en lo que es humanamente
posible (que nunca es demasiado), de la cruel enfermedad que ha padecido por
casi dos décadas, para no hablar de sus viejos males que estos lodos trajeron. El que se levanta una
mañana azulada y siente un ligero gozo al caminar por calles renovadas hacia el
trabajo o el aula, solo eso.
Pero para que nos metamos en la
piel de ese compatriota que es capaz de sonreírle a la diaria jornada
necesitamos desalojar, hacer la crítica liberadora, de esta larga inculcación
de irracionalidades, odios y mentiras que son esenciales al triste mal del que hemos estado muriendo. De
la mugrienta y obsesiva ideología que nos han dado a comer demasiado tiempo.
Para que podamos construir pensamientos sanos y nuevos, hay que demoler los
perversos instalados. Hacer la crítica teórica de los fetiches que Ramos Allup
botó de la Asamblea.
Eso significa superar el
caudillismo (y el culto a la personalidad que, en nuestro caso, es una careta
necrosada de este), esa forma del gobierno unipersonal que es la negación obvia
de la democracia, asunto de todos. Acabar con la religión nacional que no es
sino el uso perverso e interesado de nuestros próceres convertidos en ídolos
carnavalescos. Volver los militares a sus cuarteles, no deliberantes, invisibles y silentes. Darle
lugar preponderante al mérito y las luces. Asumir la política pero en su justa
medida, que no intoxique. En fin, barrer todo vestigio de telurismo barato,
disentería populista, pensamiento mágico, mítico que siempre conduce al fascio.
Y de ese venezolano a construir,
de suyo ya está parcialmente configurado, yo definiría tres características. Un
ciudadano obligado a la política (pocos deberían dudarlo hoy en Venezuela),
pero entendiendo por ello la convicción de que solo por el diálogo y la
transacción se deben alcanzar cualesquiera objetivos societarios, vitales en
los países de alta desigualdad y pobreza. La política es solo un arte de
solucionar conflictos. El Estado, más grande o más pequeño, es un aparato al
que solo hay que exigirle eficacia e instituciones reguladas. En absoluto es
altar o mausoleo patrio. Y es deseable
que le dediquemos a la política el menor tiempo, para abrirnos a una vida más
amplia, creativa y divertida. De los políticos profesionales es preferible
hablar mal tanto como sea moralmente lícito. Nada de lo cual implica dejar de
luchar contra la desigualdad y la injusticia. Pero la dicha y el dolor, y el
otro amado o repelido, como la muerte, en definitiva son del ámbito de la vida
de los individuos.
En segundo lugar, no puede ser
sino un sujeto cosmopolita, abierto y conectado al mundo. En parte ya lo es, a
pesar de los años de provincianismo y promoción de la ignorancia. ¿No hay
millón y medio de venezolanos, la mayoría educados, esparcidos por el planeta?
¿No somos ya dependientes, no pocas veces en grado patológico, de Internet y
sus engendros y del cable que salva de las cadenas? ¿No han rebotado nuestras
monstruosidades políticas en el planeta entero? ¿No usamos blue jeans y decimos
tweet y selfie? Es entusiasmante ser militante de la humanidad.
Por último, abogaría por un
ciudadano ilustrado, algo volteriano, que crea en el argumento y la
demostración y que no se rinda ante la irracionalidad, ancestral o de nuevo
cuño. Que diseñe futuros.
Por: Fernando Rodríguez
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