Dos mujeres, completamente
distintas la una de la otra, nos movieron el piso esta semana, y lo hicieron
desde la rabia. Creo que es importante que nos detengamos un poco en ello.
Vanessa Senior, actriz y
humorista venezolana, no pudo más. Estalló y públicamente mostró su
descontento, algunos creen que fue solo por no poder comprar cuatro pastas de
dientes, pero no, ahí hubo mucho más que eso. Es verdad, se mostró grosera,
hiriente, irónica, dejó que fuego y víboras saltarán incontrolables de su boca,
la pagó con quienes no debía o, siendo más pragmáticos, con quienes no tenían
en ese momento el poder para cambiar las cosas ni son los verdaderos
responsables de sus pesares; pero tras la forma de expresión, que puede gustar
o no, eso no viene al caso, se intuye un fondo mucho más denso. Detrás de sus
duras palabras se intuye un océano de ira contenida en el que, es hora de que
lo aceptemos, navegamos desde hace tiempo todos los que vivimos en este país.
Otra mujer, María Lourdes Afiuni,
hizo también lo suyo. Rompió su silencio, ora ante el estrado, dejándose grabar
en el lance y poniendo durante casi una hora los puntos sobre las íes de su
furia contra las que ya han sido, contra ella, las miles de gotas incontenibles
que han derramado los mil vasos de su paciencia… y de la nuestra. Su lenguaje,
menos procaz que el de Vanessa, pero igualmente directo y sin coloretes,
tampoco dejó lugar a duda alguna: Carga en su alma el peso de una rabia
infinita con la que (ojalá prestasen atención los que pueden llegar a ser sus
destinatarios finales, me refiero a los de su ira y a los de la nuestra como
pueblo) no se juega. No solo le han robado su libertad, durante mucho más
tiempo que el que sería posible si ya hubiese sido condenada por varios de los
delitos por los que la acusan, ahora han tratado de arrebatarle su más íntima
dignidad, poniendo su firma y su nombre donde ella jamás los colocó. No lo
permitió, sin embargo. La mentira es la misma, lo dejó claro, sea que se diga
en Venezuela o en Suiza, lo que pasa es que allá no cierran los ojos antes de
mirar.
Podrán oponerme que son
situaciones distintas, que no puedo comparar a Vanessa con María Lourdes, e
incluso alguien podrá hasta sentirse ofendido, creyendo equivocado que al
nivelarlas en su arrebato, o mejor dicho, en las causas del mismo, mezclo peras
con manzanas. También podría decirse que al ponerlas a las dos juntas en el
mismo escenario coloco al mismo nivel a la grosería y al alegato. Pero no es
así. Podría en mi descargo zanjar el tema sosteniendo, como lo hago, que no hay
peor agresión o peor insulto que el de le negación continua de nuestra esencial
humanidad, de nuestros más elementales derechos, que en Venezuela y desde el
poder, tal agresión contra todo el que se atreva a oponerse es sistemática y
premeditada, y que el que así actúa contra ti, sobre todo cuando lo hace
amparado en la más absoluta impunidad, no merece precisamente flores; pero mi
tema es el fondo, no la forma. El plato puede ser diferente, uno más digerible
que el otro según se vea, pero los ingredientes de que disponen Vanessa y María
Lourdes son los mismos. Es esa base común la que las hermana, y lo que es más
importante la que las enlaza con todos nosotros, con los demás, porque a mí
nadie que viva en esta nación, que dependa de su sueldo, que tenga que hacer
piruetas para conseguirle los pañales a su bebé o para conseguir desodorante, o
cualquiera que haya sido víctima de algún abuso o de la violencia del poder, me
puede negar que más de una vez ha querido alzar la voz como lo hizo Vanessa o
plantar la cara ante el oprobio, por cierto soltándole también una que otra y
bien merecida palabrota, como lo hizo María Lourdes.
La rabia es peligrosa, pero no en
todos los casos refleja desórdenes de personalidad. De los tres tipos de ira
que distinguen los psicólogos, dos de ellos, los “episódicos” (en contraste con
la denominada “ira recurrente”) están directamente vinculados a nuestra
necesidad de supervivencia, y en todos existe un elemento común: La percepción
de que se está siendo objeto de agresiones o de amenazas. El que expresa su
enojo, su rabia, está mandando a los demás un mensaje directo: Se siente
amenazado y así lo advierte a sus agresores. La ira, en estos casos, está unida
al sentimiento de auto preservación que se activa cuando nos sentimos
acorralados, cuando nos sentimos en grave peligro.
¿Quién no teme por su vida, por
la de sus hijos, o por su destino, hoy por hoy, en Venezuela? ¿Quién no se
siente acorralado y amenazado? ¿Quién no se despierta cada mañana a la espera
de la mala nueva del día? ¿Quién no empieza la jornada sin saber si ese día
llegará el pan a la mesa o si le tocará en suerte algún encuentro indeseado con
el hampa desbordada? Solo unos pocos, muy pocos, y todos sabemos quiénes son.
Años de divisiones forzadas, de recelos impuestos, de resentimientos inducidos,
de pelea inclemente por la supervivencia, nos han convertido en un pueblo
iracundo e irritable
La rabia entonces es,
lamentablemente, uno de esos hilos que ahora nos vinculan, sea que la
expresemos o no, porque ese es otro tema, y allí falló Vanessa al reclamarle al
que le aplaudió que “él tampoco hacía nada”. La ira no es solo estallido,
arrebato e insultos, la ira no es solamente reclamo airado, también es
silencio, gesto desapercibido, pasividad aparente y hasta indiferencia
deliberada. Si un mesonero escupe en la comida que te sirve con una sonrisa en
los labios, porque siente que le faltaste el respeto, no lo hace esperando que
te des cuenta de su acto. Lo mismo ocurre cuando es al pueblo al que se le ha
fallado, sea porque jamás creíste en las mentiras que el poder vendía o porque
el “heredero” está demostrando que nunca estuvo a la altura del compromiso
asumido. No todos salimos a protestar, no todos escribimos o denunciamos, pero
hay muchas formas de rechazar lo que está pasando, y como el pecado, la virtud
también se expresa con acciones y con omisiones. La apatía también habla, el
silencio también aturde. El que no me lo crea, pregúntele a los que dejaron al
PSUV con los crespos hechos en sus primarias, poniendo en evidencia un fracaso
electoral de proporciones épicas que ningún discurso ramplón ha podido ocultar.
El reto está convertir la rabia,
la de Vanessa, la de María Lourdes, la de todos nosotros, en una fuerza
constructiva. Desencadenarla sin más, dejarla rodar sin control ni mesura,
puede terminar muy mal. Tampoco le sirve al poder negar su realidad, mostrando
en su ceguera su mayor debilidad. No decaer es clave, comprender que la carrera
es de resistencia, no de velocidad, es primordial. El monstruo existe y es
poderoso, pero no invencible. Allí está el voto, por mencionar solo una forma
de lucha pacífica, como herramienta válida para reafirmarnos contra la amenaza
y la barbarie y para probarle al mundo, y a nosotros mismos, que somos mucho
más que rabia contenida.
Por Gonzalo Himiob Santomé
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