Cuando en el video lo observaba
vociferar, insultar del modo más obsceno a sus adversarios, agredir verbalmente
a gobernantes extranjeros, inventar planes de terrorismo, mentir y mentir,
parodiando más que imitando a su antepasado, me fue imposible no preguntarme
como se sentirá ese hombre cuando está a solas, enfrentado consigo, en ese
tribunal del que nos hablaba Sócrates donde todos somos jueces de nosotros. No
encontré ninguna respuesta. Hay veces en las cuales resulta imposible ponerse
en el lugar del otro. Sobre todo cuando ese otro se encuentra muy lejos de uno.
No hablo de lejanías geográficas.
Sin embargo, al día siguiente de
mi observación, encontré un atisbo de respuesta. Sucedió al leer un artículo
del escritor español Enrique Vila-Matas titulado “Pensamos”, en contraposición
a “Podemos” de Pablo Iglesias (El País, 28.04.15). En ese artículo –no lo voy a
contar aquí- Vila-Matas critica a Pablo Iglesias por su arrogancia de querer
presentarse como vindicador de la historia, como si la historia de España
comenzara recién con “Podemos” .
Según Vila-Matas, Iglesias padece
del mal de otros iluminados que lo han precedido algunos de los cuales han
llegado al poder con el preciso objetivo de abolir el pasado. Vila-Matas cita
incluso una conocida frase de J. L. Borges: “El pasado es indestructible, pues
tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las que precisamente vuelve
es el proyecto de abolir el pasado”.
Entiéndaseme: no estoy comparando
a Iglesias con un dictador. Ni siquiera con el mandatario descrito al comienzo.
Iglesias es un hombre de verbo y debate, no de insulto y gritería. No obstante,
al igual que el energúmeno, cree –según Vila-Matas- que él y su movimiento
representan un corte abrupto con el pasado, es decir, que él y los suyos son
portadores de “un nuevo comienzo”. Eso es precisamente lo que hace de él un
personaje potencialmente peligroso.
El proyecto de abolir el pasado
en nombre de un futuro luminoso ha sido el de casi todos los dictadores (y de
los que quieren serlo). Es por eso que todos sus desmanes los adjudican a la
cuenta de “costos necesarios”. ¿Qué importan las muertes, las prisiones, las
torturas, los exilios, las mentiras, al lado del futuro que nos aguarda?
Los dictadores se sienten a sí
mismos como grandes demoledores. Razón por las cuales todos, sean jacobinos,
fascistas, bolcheviques, cristianos, pinochetistas, declaran ser
revolucionarios. De ahí el desdén que experimentan frente a todo lo que existe
en tiempo presente. Ellos imaginan ser los heraldos del nuevo comienzo. Sobre
las ruinas del pasado (es decir, de las tradiciones, de la cultura, de los
valores e instituciones) nacerá el mundo nuevo. El tribunal de la historia los
absolverá de toda culpa. Visto de ese modo, el futuro no solo es un tiempo, es,
además, la religión de las dictaduras. Toda dictadura es futurista.
El gran problema es que muchas
veces los dictadores logran cumplir por lo menos una parte de su objetivo. O
convierten al pasado en ruinas o lo reducen a un conjunto de mitos alucinantes.
Pero a la vez, al abolir el pasado destruyen a la única dimensión verdaderamente
existente del ser humano: la de ese ayer que hace posible al hoy de cada día.
Sin pasado no puede haber
presente. Al demoler el pasado las dictaduras destruyen los cimientos sobre los
cuales reposa el futuro. Así, las mismas dictaduras anulan la posibilidad de un
nuevo comienzo del cual dicen ser sus portadoras. Porque si hay un nuevo
comienzo, este recién comienza cuando una dictadura ha caído. Pero ese comienzo
ya no es revolucionario: es restaurador.
Como ocurre en la escena
analítica, donde el paciente intenta secuencializar su pasado, en la escena
post-dictatorial los pueblos y las naciones buscan reencontrarse con el pasado
para así imaginar al futuro, poniendo esas imágenes bajo la forma de discurso
sobre el espacio público de discusión. Esa es una tesis de Hannah Arendt.
En la filosofía política nadie ha
tematizado la idea de “el nuevo comienzo” con tanta intensidad como Hannah
Arendt. En contraposición a Heidegger, Sartre y Camus, para quienes los humanos
son arrojados en un mundo cuyo objetivo es la muerte, Arendt puso el acento en
la natalidad de todo lo viviente.
La natalidad en La Condición
Humana (el texto filosófico más importante de Arendt) precede y continúa a la
mortalidad. Antes de ser mortales, somos natales. En cada ser que viene al
mundo en la forma de un niño, se encierra la posibilidad de un nuevo comienzo.
Pero no de uno que rompe con el pasado, sino de uno que lo continúa en
dirección al futuro. Pues el niño cuando viene al mundo no es arrojado a la
nada, sino desde la nada viene a una casa (nach Hause kommens) y por eso, él
deberá sentirse ahí como en su casa (zu Hause sein).
Desde esa “casa propia” (puede
ser un pesebre) comenzamos a descubrir el mundo exterior en donde laboramos e
intercambiamos bienes e ideas. Pero si el niño llega a una casa arruinada (la
casa de las dictaduras) donde han desaparecido los límites entre el mundo
exterior y el interior, desaparece también la posibilidad de vivir desde el
pasado hacia el futuro.
Sin privacidad no puede haber
ciudadanía, sin ciudadanía tampoco puede haber privacidad. Desde un presente
vaciado de pasado, el nuevo comienzo dictatorial se convierte en una radical
imposibilidad. Pues solo podemos comenzar de nuevo en continuidad con lo que
hemos recibido del pasado. Por lo mismo, afirma Arendt, cada uno de nosotros es
portador de “una herencia sin testamento”. En consonancia con esa premisa, el
propósito de cada dictadura, sobre todo cuando esta se apoya en un proyecto
total, es el de desheredar a los ciudadanos.
Pero si la política tiene lugar
en los espacios públicos de la polis, puede llegar a convertirse en el medio
gracias al cual, haciendo uso de la gramática y la polémica, configuraremos el
futuro en tiempo presente junto a los nos-otros y en diferencias con los otros.
No hay otra posibilidad para vivir con alguna certeza en este mundo.
Por: Fernando Mires
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