Fue Herbert Marcuse, filósofo,
cofundador de la Escuela
de Frankfurt y
teórico crítico de la sociedad industrial avanzada, quien por vez primera se
atrevió a desafiar los chantajes característicos del fanatismo ideológico,
inherente a toda doctrina pretendidamente científica, “pura” y “verdadera”. El
hecho de presentar una determinada forma de pensar, prescindiendo absolutamente
de sus razones históricas, políticas, sociales y culturales, oculta, más que
una sospecha, un gran fraude. Como dice Hegel -haciendo alusión a la fábula del
mentiroso de Rodas, el cual afirmaba haber superado a todos sus contrincantes
en el salto de garrocha durante los juegos olímpicos-: “Aquí está Rodas, salta
aquí”. Nadie puede saltar por encima de su tiempo. Una ideología que se presume
eterna, sólo existe en la inconsistencia de la imaginación y el fanatismo. En
este sentido, puede afirmarse que Marcuse fue, al igual que el resto de los
miembros de la Escuela de Frankfurt, un seguidor del historicismo filosófico de
Hegel.
Fueron dos, según Marcuse, los
objetivos trazados por el socialismo soviético: la conquista de una sociedad
altamente industrializada y la concreción de la sociedad comunista, en la cual,
finalmente, desaparecería el Estado y todas las formas de dominio políticoo y
de represión. Este segundo objetivo dependía del primero, siendo su conditio
sine qua non. Sólo que, al no alcanzarse el primer objetivo -por cierto, el
mismo que el de los países capitalistas-, el medio terminó por transformarse en
el fin “en sí mismo”. Y sin embargo, una cosa era la realidad, las llamadas
“condiciones materiales de existencia”, y otra era el discurso, la mera
fraseología dogmática y ortodoxa, repetida una y otra vez, abstraída, por
supuesto, de toda determinación histórica. Transmutada la filosofía marxista en
un mero discurso ideológico, ritual, ésta se fue transformando en una forma
vaciada de contenido, en una lejana promesa,
en un mero acto de fe y esperanza (inalcanzable), tal como lo es el
fascismo. El divorcio entre la vida real y la doctrina se había consumado.
Envuelto por la ilusión, por la esperanza
y el temor, el antiguo agente del cambio social, el llamado por Marx
“sujeto-objeto” de la transformación de una sociedad enajenada en una sociedad
justa y libre, es decir, el proletariado, de pronto abandonó su función como
“clase liberadora”, su energía dialéctica, para devenir parte integrante,
adaptada y sistematizada, de uno de los Estados más represivos, autoritarios y
criminales que haya existido en el siglo veinte. La clase trabajadora, ahora
pacientemente resignada y autorreprimida, quedaba, así, definitivamente
desplazada de su antiguo papel en el teatro de la historia. Y lo peor: ni
siquiera pudo alcanzar -a diferencia de las sociedades occidentales- el welfare
State que le fuera ofrecido.
Las cosas cambian. Si algo
comprendió Marx, siguiendo a Hegel, es que la realidad no es estática, que lo
fijo, lo inamovible, es profundamente reaccionario y, por eso mismo, es lo
muerto. El sacrificio del individuo frente al supuesto interés de las mayorías,
de los así llamados “colectivos”, pone en evidencia el sometimiento brutal ante
la posibilidad del cambio. Es, en el fondo, la nueva fe de una inmensa
maquinaria represiva y asfixiante que se propone aplastar la diferencia en
función de supuestos “intereses superiores” que son, en realidad, los intereses
de una camarilla. No se trata de un sistema político y social de la clase “en
sí y para sí”, sino del régimen de lo muerto y para lo muerto, en el que los
niveles de extrañamiento llegan a colmar todas las expectativas. Esa ideología
“socialista”, que se autodefine como la “primera fase” o el primer objetivo es,
según Marcuse, una ficción, detrás de la cual se ocultan poderosos intereses.
El proletariado, con ello, perdió definitivamente la fuerza de su historicidad,
para quedar expuesto como la “cabeza de turco” de un léxico permeado por el
vacío, una abstracta fraseología hueca y reiterativa, que sólo llega a generar
el entusiasmo a lo Pavlov entre los menos advertidos y más enajenados.
Hace algunos años, un grupo de
profesores universitarios conformó un comité editorial con el fin de publicar
una revista. Dada la creciente y sostenida depauperación del profesorado
universitario a nivel nacional, con salarios cada vez menos atractivos y con
reivindicaciones gremiales cada vez más exiguas, los profesores en cuestión
adoptaron el sugerente nombre de “el profetariado”, con el cual daban a
entender que el profesorado había sido reducido a la condición de proletario,
pero, además, que ahora, bajo esas tristes condiciones materiales, los
profesores iban, directamente, a formar parte integrante de la ya definida
clase “en sí y para sí”, que se iban convirtiendo en agentes para el cambio
social y político en dirección al “inevitable” proceso revolucionario que, “más
temprano que tarde”, confirmaría -“una vez más”- la inexorabilidad de la
doctrina.
Da pena: en su mayoría, aquel
grupo de profesores forma parte, en la actualidad, de un régimen que ha calcado
al carbón lo peor del socialismo soviético y especialmente su hueca
fraseología, en momentos en los cuales el gremio profesoral universitario vive
la peor de sus circunstancias materiales, como nunca antes. De hecho, y
contraviniendo todos los acuerdos federativos rigurosamente reconocidos y
aprobados, un profesor Doctor y Titular percibe, en la actualidad dos salarios
mínimos, en medio de una de las peores crisis económicas existentes, con
índices inflacionarios absolutamente abrumadores y con una cada vez mayor
escasez. Pero los intereses de “las mayorías” están primero. Entiéndase por
“mayorías” quienes forman parte de esa aberración a la que se le suele dar el
nombre de “proceso de cambios”, como los ya citados “profetarios” de otro
tiempo, o quienes, resignados, han hecho trueque con su dignidad, han
disimulado unidimensionalmente su supervivencia o han enajenado su derecho a
decir que no. “Y si no les gusta que se vayan”, dice algún patán, que ha
transmutado su antigua condición de proletario por la de propietario de un país
secuestrado.
Quizá el nombre tenga, sin
embargo, alguna vigencia, después de todo. Quizá convenga desempolvar la
condición de profetariado, pero sin mesianismos vacuos y sin la soberbia de una
‘clase’ que se siente poseída por “el espíritu del pueblo”, es decir, una clase
“destinada”. Más sensato es pensar en el hecho de que, con Marcuse, conviene
reconocer que el proletariado dejó de ser, hace rato, una clase social
efectivamente revolucionaria y que -uno nunca sabe- los profesores
universitarios sean parte importante de aquella “chispa que enciende la
pradera”, no en nombre de lo muerto sino de la adecuación de la palabra con la
vida.
Por: José Rafael Herrera
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