Que 15 funcionarios fuertemente
armados saquen de su oficina a un alcalde (re)electo o que un oficial de
policía mate a quemarropa a un joven por estar en una manifestación opositora,
no son hechos que ocurran en una democracia.
Al igual que en diversos momentos
del pasado reciente, muchos en Venezuela se preguntan qué más tiene que pasar
para que haya un ‘consenso’ sobre la dictadura que se vive en el país.
Opositores, más cercanos a las posturas de Leopoldo López y María Corina
Machado, exigen del resto de dirigentes críticos del gobierno una postura clara
y sin tapujos, pero ni Henrique Capriles ni Jesús Torrealba, Secretario
Ejecutivo de la MUD, hablan con claridad de una dictadura. ¿Por qué?
¿Por qué también evita hacerlo
Lilian Tintori? Quien ha llevado por el mundo el mensaje de su detenido esposo
Leopoldo López, mientras pide atención para el caso del país. ¿Por qué la
palabra dictadura no aparece siquiera en el llamado ‘Acuerdo para la
Transición?
¿Por qué se habla de gobierno
autoritario, de gobierno anti-democrático, de medidas o actitudes totalitarias
y no se dice de una vez por todas, sin rodeos, que Venezuela padece una
dictadura? ¿Por qué cada nuevo incidente (y han sido centenares desde los días
de Hugo Chávez) nos lleva a repetir que ‘al gobierno se le está cayendo la
careta’ pero no nos atrevemos a confirmar que hace años se le cayó por
completo?
Recientemente una amiga me dijo
sobre tal debate: “No se lucha de la misma forma contra una dictadura que
contra una democracia”. Y tiene razón.
No es lo mismo asumir que lo que
está enfrente es una dictadura, y actuar en base a ello, que enfrentar a un
gobierno autoritario, con actitudes dictatoriales, con intenciones totalitarias
y demás eufemismos utilizados recientemente, pero con algún vestigio de
democracia.
En países con arraigadas
dictaduras, con pretendidas elecciones de partido único, donde la oposición
está abiertamente ilegalizada y los medios de comunicación en pleno cerrados,
no se piensa en una solución electoral o en un cambio constitucional para cambiar
al gobierno. No se pide una simple renuncia o se grita por cierta solidaridad
internacional. Los objetivos son distintos, y por lo general violentos, porque
dentro y fuera de estos países se reconoce la total inexistencia de cualquier
rasgo democrático.
En Venezuela, a pesar de las
denuncias sin pruebas de Nicolás Maduro, ningún grupo o dirigente opositor está
buscando algo así. Desde el planteamiento de una nueva Constitución, la
solicitud a la renuncia del mandatario o la participación en las elecciones
parlamentarias, todos los métodos opositores están en la Constitución y las
leyes venezolanas, y todas son estrategias que se espera den resultado en una
democracia, por muy golpeada que esté.
Asumirse en dictadura y actuar en
base a ello tiene el costo altísimo de dejar de lado cualquier estrategia usada
por todo sector de la oposición en los últimos años, y requeriría actuaciones
mucho más extremas con resultados probablemente mucho más dolorosos (y
negativos) de los muy duros vividos en los últimos meses.
Si se grita en consenso que hay
dictadura, hay que enterrar la opción electoral, renunciar a todo cargo que se
tenga en el Estado (concejales, alcaldes, gobernadores, legisladores estadales
y diputados), dejar de lado convocatorias a marchas y olvidarse de que a
cualquier detenido se le cumplirán los más básicos de los derechos.
Las vinculaciones con el resto
del mundo también deberían ser diferentes, con el problema añadido de que los
gobiernos y organismos, que todavía no lucen muy convencidos de la barbarie que
sufre Venezuela, tendrían también que dar el paso de considerar al gobierno
chavista una dictadura, y empezar a dar respuestas en base a ello. De lo
contrario la oposición, que ha ganado un terreno diplomático importante en los
últimos meses, correría el riesgo de desprestigiarse mundialmente como lo
estuvo hasta el año 2006.
¿Por qué entonces se evita hablar
de dictadura cuando todos los indicios nos dicen claramente que (hace rato y
cada vez más) el país no vive en democracia? Porque el precio de actuar en
consecuencia a tal declaración es demasiado alto y arriesga tener un final
todavía peor al que hoy nos atrevemos a vislumbrar.
Por José De Bastos
@JDeBastos
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