jueves, 5 de marzo de 2015

LA SINRAZÓN POPULISTA

Si nuestras democracias están enfermas no les demos falsos mesías
“Populismo” es una de esas palabras que están en todas partes pero eluden una definición. En la Europa contemporánea muchos plantean el concepto como la solución a nuestros males de corrupción y crisis económica. A pesar de que se evite la comparación explícita, su ideal es aquel de las “nuevas izquierdas” latinoamericanas de Chávez en Venezuela, Kirchner en Argentina o Correa en Ecuador. Y bajo esta visión del “populismo como liberación” ante la injusticia de “las castas” se encuentra normalmente el ideario de Ernesto Laclau, un filósofo argentino que vivió la mayoría de su vida en Inglaterra y murió en Sevilla mientras disertaba en 2014.

La liberación que proponía Laclau no es tal. Como decía Leon Wieselthier, en un brillante ensayo sobre la devoción moderna a la tecnología, irónicamente nunca ha existido un universalismo que no excluya. Laclau aplaude la polarización social, sin entender que esta destruye los pilares del desarrollo político y económico.
Es irónico que el estilo de Laclau —acérrimo defensor de la liberación de los oprimidos— sea inaccesible y pedante; es un producto arquetípico de la burbuja universitaria, lejos de las minorías que defiende. Pero su diagnóstico en Hegemonía y estrategia socialista (1985, con Chantal Mouffe) y La razón populista (2005) merece crédito: el populismo político es síntoma de una democracia enferma de corrupción y una economía que no brinda igualdad de oportunidades para aquellos de diversos orígenes sociales. El error central de las “nuevas izquierdas” latinoamericanas (y europeas) es que su universalismo no libera: primero excluye en las urnas y cuando es necesario, lo hace violentamente. Es así que cementa inequidades desprovistas de la meritocracia que crea clases medias y controles institucionales. Paradójicamente Laclau propone sucumbir a los vicios que deberíamos suprimir.
Después de todo, la nuevas élites chavistas que trafican gasolina a Colombia, los señores de la obra pública argentina con cuentas suizas y los apparatchicks de las empresas estatales brasileñas, ¿se diferencian tanto de las viejas élites que desterraron? No, representan la misma opresión con distinto opresor.

Ya decía Il Gattopardo de Lampedusa que “para que todo siga igual, todo tiene que cambiar.” Lo que transforma sociedades y nos libera del “determinismo cultural” —ese que creía que en España no era posible la democracia, como hoy cree que en Argentina no es posible el desarrollo sin crisis— no es la reivindicación de los fallas democráticas como virtudes autoritarias. La respuesta es libertad y educación.

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@Mivzlaheroica