País armado hasta los dientes.
País de comando de acciones
especiales, de fúnebres servicios de inteligencia, de comisarios con armas
automáticas, de siniestros matones vestidos de negro, con chalecos antibalas
negros, con botas y pasamontañas negros que actúan en motocicletas y tanques y
disparan sus perdigones, sus gases pimienta, su certero plomo nueve milímetros.
País militar, militarizado,
militarizante.
De orden vertical, de métodos jerarquizados (y sin embargo
anárquico), de constante apelación a la reciedumbre, a la servidumbre, a la
defensa y a la autodefensa, a la dinamita verbal, al uso de las instituciones
como cuarteles, como fusiles, como misiles.
País esclavo de su omnipotencia,
idólatra de su propia pólvora conceptual, garantizando banquetes de felicidad
con un puñado de armas largas en las puertas de los supermercados.
País con las amígdalas hinchadas
de órdenes, contraórdenes, dictámenes, advertencias, proclamas y decretos
firmados dando puñetazos encima de la mesa. ¡Mano dura! ¡Así se gobierna!
País campo de batalla y teatro de
operaciones. País objetivo militar con sus batallones, sus brigadas, sus
milicias, sus civiles armados, sus unidades de batalla desde las cuales
inventar un estado de guerra omnipresente, guerra económica, guerra biológica,
guerra asimétrica, Guerra Fría extraída de los viejos anaqueles de la paranoia
conspirativa, guerra, guerra, guerra, esa circunstancia donde la cultura
militar se vuelve protagónica.
País dispuesto a fabricar a
diario un enemigo peligrosísimo, interno y externo, un brutal e implacable
adversario que solo existe para el único propósito de aniquilarnos,
destruirnos, bombardearnos, borrarnos del mapa.
País que solo piensa o nos quiere
hacer pensar en esa pavorosa Gran Guerra en la que enfrentaremos al Gran
Canalla, al Integral Hijo de puta, al
Dispuesto-a-todo-para-quedarse-con-lo-nuestro, y por eso debemos armarnos de
balas/palabras, de balas/argumentos, de balas/hipótesis y balas/tesis y de todo
tipo de rifles y granadas y morteros y kaláshnikovs imaginarios y reales.
Pobre país de asalto que
metamorfoseó pensamientos en municiones e hizo de un plan de gobierno una
batería antiaérea mientras evangelizaba a las personas con la canción de cuna
de los héroes invencibles y los titanes a caballo y los semidioses e ídolos del
siglo diecinueve junto con toda su épica sonámbula y sus viriles decretos de
guerra a muerte; el largo reguero de sangre independentista parece que nos
excita, nos convierte en vampiros o devotos, o nos hace más arrechos y nos da
el valor necesario para emprender la Suprema Gesta, la segunda independencia
(¿o es la tercera?) Pero no, todo lo contrario, ahora somos más esclavos, más
cautivos, más rodilla en tierra, más sumisos, más subyugados, más obedientes a
un todopoderoso, que no es un todopoderoso extranjero sino nuestro, nacional,
nativo, criollo, porque entramos dócilmente en su triste lógica de “Sí, mi
Comandante”, el infame protocolo de “A sus órdenes, mi Teniente”, y nos dejamos
deslumbrar, como la novia boba de las telenovelas, por el brillo de sus
uniformes verde oliva y la pulitura de sus botas.
País de quien dispara y de
disparados. De oscuros generales que legalizan el gesto de apretar el gatillo
contra los manifestantes ¡Boom!
País a quemarropa. Con sus 25 mil
muertos al año por arma de fuego, con sus estudiantes y menores de edad
baleados en la cabeza, con sus fiscales asesinados sin que nada pase ni nadie
vaya preso, con sus esbirros libres y sus asesinos libres y sus represores
libres, no solo libres, incluso condecorados, premiados con gobernaciones,
diputaciones, ministerios, y los pocos que están tras la rejas, ese ínfimo
puñado de matarifes que tuvo la mala suerte de haber sido fotografiado o
filmado infraganti cometiendo sus fechorías, ocupan ahora los mismos calabozos
para los que trabajaban, vigilados y alimentados por sus viejos compañeros de
homicidios.
País armería, país fortín,
conscripto de sí mismo, reo de sí mismo.
País donde ya no van quedando
ciudadanos sino tropa.
Por: Gustavo Valle/@vallegusta
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