El régimen había tratado de
ocultar su identidad, pero las circunstancias le han permitido revelarla. Se
afanó, desde los tiempos de Chávez, en ofrecer una fachada de democracia, pero
el primer tumbo de importancia lo ha conducido a mostrarse como lo que de veras
es y como quería ser desde el principio: una administración autoritaria,
arbitraria e inescrupulosa como otras semejantes que han convertido a Venezuela
en prisión asquerosa y maloliente. No es una sorpresa para quienes alertamos
desde un ominoso 4 de febrero sobre la orientación de una militarada, pero los
intermitentes coqueteos del chavismo con lo que los venezolanos consideramos
como convivencia democrática le habían permitido una simulación que ahora se
desploma.
No fuera sino solo por el descubrimiento pleno del monstruo que había
solapado con éxito su esencia, es infinita la deuda que tenemos con las
manifestaciones de los estudiantes y con la presencia de los partidos políticos.
No se trata de un camino lento
que por fin toma el régimen, sino de un acto mecánico o automático que estaba
dispuesto a llevar a cabo, o en el que venía
pensando en espera de pretexto. Para el chavismo degenerado en madurismo
solo fue cuestión de pasar el suiche para lucir como deseaba, atronador y
desafiante, apenas fue asunto de propinar la patada que llevaba una década de
ensayos en los cálculos de su sala situacional. Una patada contra las
formalidades que en apariencia había respetado –la existencia de un parlamento
que parece parlamento, el permiso para realizar elecciones controladas desde
las alturas, la tolerancia de mítines en las temporadas de mítines, la licencia
para que los voceros de la oposición se expresaran con relativa tranquilidad, la
posibilidad de escribir artículos sueltos en la prensa y críticas ocasionales
en los medios radioeléctricos, la aceptación
de protestas deshilvanadas, etc.– pero que deseaba desterrar cuando lo
permitiera el tiempo. Ya la atmósfera lo permitió y el chavismo, llegado hasta
el límite de su degeneración, se permite el lujo de exhibir sus colmillos
afilados y ansiosos de la carne de sus rivales, en cumplimiento de un antiguo y
arraigado anhelo.
El chavismo degenerado en
madurismo había preparado sus fuerzas y las había utilizado, ya las habíamos
sufrido en ocasiones, pero ahora las amontona y las echa a la calle en forma
tumultuaria, para que no quede duda de lo que es y de lo que siempre ha querido
ser. El silencio de los medios radioeléctricos, dosificado en cómodas cuotas,
ya es avasallante. El anuncio del jefe del Estado sobre el próximo turno de la
prensa escrita en el estadio de la mudez, indica la profundización de una
hostilidad de la cual se ufanó el fundador de la hegemonía. La utilización de
las Fuerzas Armadas como herramienta cruenta de un proyecto de control
autoritario, ha pasado de los episodios singulares al establecimiento de una
aplanadora que no se compadece con la letra de la Constitución. Las fuerzas
paramilitares que ha amamantado con la más nutritiva de las leches ya no actúan
en jurisdicciones determinadas, sino en el
coto de caza más amplio que es toda la república. Ríanse ustedes de La
Sagrada, policía represiva del gomecismo, al hacer comparación con la Guardia
Nacional Bolivariana de nuestros días. Miren como querubines del firmamento a
los bandoleros rurales de la Guerra Federal, cuando hagan analogías con los
paramilitares que siembran el terror en motos y con armamento obsequiados por
el régimen. Allí estaban todas esas escandalosas negaciones del republicanismo,
ya habían hecho apariciones esporádicas, ya habían comido con sus fauces
hambrientas, pero ahora protagonizan, para que nadie albergue dudas, la función
de arrase que anhelaban sus líderes.
Sin embargo, Venezuela no es
territorio de un solo protagonista oscuro. La sociedad sale otra vez a la
calle, a manifestar su repudio de la dictadura en marchas pacíficas. Los estudiantes libran
batallas dignas de encomio, aunque temerarias. Mientras puede, uno escribe
contra la autocracia convertida en vergüenza y en peso insoportable. Nicolás
Maduro, por ahora y no se sabe hasta cuándo, se enorgullece de que lo veamos
como quería que lo viéramos.
Por: Elías Pino Iturrieta
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