La preeminencia de la clase media
distingue a las naciones desarrolladas de las demás.
El empleo de la última reserva de
jabón obligan a lo largamente esquivado: toca hacer cola. Y en la cola, todos
empujados por misma aglutinadora pulsión (proveernos de los bienes necesarios
para sobrevivir mientras se compite con otros ávidos cazadores) compartimos una
verdad que el gobierno intenta desconocer: hay un país naufragando en honda
crisis, con menos dinero para comprar -la inflación, mordiendo los tobillos del
comprador trashumante- y menos cosas de las cuales abastecerse.
En ese contexto, no luce muy
feliz la declaración del gobernador Aristóbulo Istúriz, quien afirmaba que
“Todo el que hace cola es porque tiene ‘rial’ (sic). ‘¿Real?”‘ -replicaba en
tono levantisco una vecina de cola- “si ya los billetes parecen de monopolio:
la cartera va llena, pero apenas sirven para comprar”. La cola -en este caso,
señoras humildes; mamás que, a falta de niñera, cargan con hijos y angustias;
profesionales, jubilados aún impelidos a activarse para conseguir lo que
persistentemente falta en la despensa; pequeños empresarios, empleados públicos
y privados, trabajadores por cuenta propia, abuelos o jóvenes que íntimamente
bregan contra el fatal conformismo- convoca a una afanosa porción de gente que
habla y se crispa, que celebra una improvisada asamblea popular frente a la
caja, que hierve en el caldo espeso de la indignación a pesar de la mirada
recelosa y el huidizo silencio de otros pocos.
Una clase media tan devaluada
como la imagen de nuestros próceres en la moneda nacional, rumia su malestar
cada vez que la patriótica escasez obliga a hacer fila para obtener lo que
antes se conseguía sin humillación o desesperanza. “Como en Cuba”, remata con
pesar mi interlocutora, mientras recoge sus bolsas para seguir hacia su próxima
parada. Otra cola, seguramente.
A merced del áspero paisaje, y
aturdidos por la disonante mención a la “Venezuela potencia” -suerte de “País
Jauja” donde “corren ríos de leche y manan fuentes de moscatel y malvasía”, un
país que todos quisiéramos ver pero que cada día luce más ajeno- resulta
irónico pensar que sólo la preeminencia de la clase media distingue a las
naciones desarrolladas del resto. La ampliación y empoderamiento (basado en una
capacidad adquisitiva que concede amplio acceso a bienes y servicios) del sector
de los “ni tan pobres, ni tan ricos”, es señal visible de la eficiencia de un
sistema para garantizar no sólo un aumento de la renta, sino una sensata
distribución de la riqueza: esa que permite rescatar a la gente de la penuria y
hacerla productiva y generadora, a su vez, de más riqueza.
A una saludable clase media se
vincula el Estado de bienestar: no en balde el presidente de EEUU, Barack
Obama, en reciente discurso ante el Congreso, ponía especial acento en el tema
de los beneficios para personas de ingresos moderados y bajos, aduciendo que
“mientras los pobres han sido ayudados y los ricos aumentaron sus fortunas, la
gran clase media del país sigue sin sentir los beneficios de la recuperación”.
Y es que el debilitamiento de la clase media es problema que agobia al mundo.
En Latinoamérica, sin embargo, a
expensas del empuje de la “década ganada” (2000-2010) se auspició el
desplazamiento de gran cantidad de personas desde los estratos más bajos hacia
los medios. Venezuela se sumó a esa tendencia, pero con dinámicas e indicadores
distintos: la última bonanza petrolera y las políticas redistributivas del
Estado (a través de estímulos directos a un consumo financiado con renta)
aumentaron las posibilidades de engrosar ese sector medio -mismo que emergió
durante los tempranos años de la expansión petrolera en los años 40- y
permitieron la movilidad social, según cifras de estratificación del Banco
Mundial. Hoy en día, sin embargo, la trágica merma del flujo de ese
financiamiento ha puesto en evidencia las fallas de un modelo que no se traduce
en equilibrios, en productividad sostenible e independiente de la cada vez más
exigua renta pública.
Así que una clase media sometida,
por un lado, a los rigores de un fuelle tan volátil; y por otra, a la falta de
previsión en política económica, sufre los apuros que habían sido desterrados,
al menos transitoriamente, por el quebradizo espejismo de una prosperidad
fundada en el gasto sin inversión productiva. Por si fuese poco, lidia también
con el fiero embate a sus defensas, su psiquis hostigada por la agotadora
cacería, reducida por la necesidad de satisfacer sus instintos más básicos,
todo mientras es bombardeada ad-nauseam con el argumento de la guerra económica
y el “desabastecimiento inducido”. La cola, convertida en odioso dispositivo de
control social, parece hoy un intento de domesticación.
“¿Y a cuenta de qué hay que
conformarse?”: así se despide mi vecina de cola. Reparo en su vehemencia, su
airosa negativa a someterse a la incertidumbre del “Dios proveerá”. Nada más
lejos de ella que la imagen de la maltratada mascota habituada a recibir
migajas a cambio de lealtad.
Nos merecemos más. Eso es seguro.
Por: Mibelis Acevedo Donís
mibelis@hotmail.com/@mibelis
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