Deseo escribir unas palabras
comenzando el año, pero una densa bruma de tedio cubre mi mente, empujándome a
un cuarto frío de aburrimiento crónico, mezclado con desazón. Durante tantos
años me dediqué a plasmar letras sobre Venezuela y sus problemas, buscando la
forma de expresar opiniones que fueran leídas y debatidas, que hoy encuentro
redundante seguir haciéndolo.Cualquier artículo que desempolve de mi archivo
personal, me zampa un golpe certero en la quijada, y entonces la desazón
comienza a sentirse como depresión, porque esas palabras de ayer contienen
pensamientos que son los mismos de hoy, sobre escenarios que siguen
repitiéndose como una maldición de Sísifo en esteroides.Bastaría publicar otra
vez cualquiera de esos artículos y ensayos, y su vigencia estaría intacta,
cambio de fecha y punto; entonces escribir sobre el país se vuelve ridículo,
porque es inevitable sentir en las vísceras que nos volvimos engranajes de una
máquina del tiempo averiada en el limbo; un elemento de la alucinación obsesiva,
que atormenta silenciosamente al arlequín loco.
Venezuela es como una de esas
historias llevadas al cine en donde el protagonista sufre un trauma en su
memoria que le impide recordar lo que hizo el día anterior, haciendo borrón y
cuenta nueva de cada experiencia vivida, despertándose las mañanas intentando
orientarse en el espacio y tiempo, escuchando lo que sus seres queridos le
explican para así entender dónde está parado. Los mismos sujetos, iguales
discursos, confrontando exactos problemas (acentuados hasta romper las escalas
de lo tolerable) con calcadas soluciones fallidas, y con público aplaudiéndoles
como un repertorio robótico, programado para aislarse de cualquier sentido
común y quedarse empotrado en una caja de cristal, donde la única luz que penetra es un
artificio colorido de idioteces.
Hoy mi hijo me contaba su periplo
por el centro de Caracas y su narración parecía un cuento de terror, la
descripción de un mundo apocalíptico donde los sobrevivientes defecan en plazas
públicas y calles, mientras los transeúntes caminan por esos predios con los
olores y viendo esas imágenes sin inmutarse.
Al rato me informan que una tía admirable, que respeto y quiero, que no
ha hecho otra cosa que luchar por Venezuela y darle todo lo que tiene, decide
marcharse a sus noventa y cinco años porque ya no reconoce el país donde nació
y no quiere pasar sus últimos años de vida rodeada de miedos y angustias. Para rematar, me enseñan el video de
Farmatodo: una cámara que capta cómo se va cerrando la Santamaría, mientras desde afuera se acercan
unos pies, que se transforman en brazos y cabezas asomadas desde el suelo, y al
instante en personas de carne y hueso (???) arrastrándose, para penetrar el
sitio y saquear, con puños y tropiezos,
todo lo que encuentran a su paso, cual zombis en un horror diseñado por
John Carpenter.
No he terminado de digerir estos
hechos (estoy atragantado) y me entran noticias a mi celular de mis amigos
presos, niños que por anhelar libertad hoy están recluidos en celdas atestadas
de ratas, sin estar informados siquiera del delito que se les imputa, porque
eso que se llama justicia es el alienígena misterioso que nadie conoce. Y cada muchacho preso está unido a una larga
red de familias y amigos que lloran todas las noches, amaneciendo sin haber dormido,
para iniciar el mismo día de frustraciones, persiguiendo el derecho que no
existe, deambulando con sus ojeras los pasillos de unas instituciones que no
merecen existir ni siquiera en las cloacas.
¿Y a dónde se fue la moneda? ¿Qué
valor tiene el trabajo? ¿Qué futuro tiene nadie que sea honesto en un país
donde nada, absolutamente nada, funciona correctamente?
No tiene sentido seguir
analizando la naturaleza del régimen. El que no sepa a estas alturas que
Venezuela está secuestrada por un sistema vil que no debería existir ni por un
segundo, entonces nunca entenderá o querrá entender lo que debe entenderse para
ponerle freno a tanta desgracia.
Y es precisamente esta verdad lo
que hace tan repudiable que quienes han venido contando cuento tras cuento,
pretendan seguir ese cuento, montando su tarima desgastada para repetir sus
conocidos trucos de magia, en ese espectáculo aburrido donde insisten meter en
el sombrero un puño dictatorial, para sacar sonrientes y cínicos ese conejo
democrático que se devora todo lo que tiene valor en la vida.
Quiero desearles un feliz año
2015, pero esto también suena ridículo, porque basta entrar en un supermercado,
solicitar una medicina, recibir el reporte del amigo preso, ver al zoquete de
Maduro en esa gira chiflada de fotos Disney; pedir unas papitas en McDonald’s o
sacar las cuentas, para saber perfectamente que aspirar un feliz año en
Venezuela es lo mismo que desear lo imposible. Lo único que me queda es
desearles salud y fuerza; recordándoles que podemos tener esperanza, pero
solamente si decidimos salirnos del cuento y romper la maldición de Sísifo.
Virgilio solía decir que la
fortuna favorece al audaz. Yo creo que en Venezuela la audacia tiene nombre de
rebeldía; tomarnos en serio el significado de la palabra Libertad y hacer lo
que tenemos que hacer. Ojalá esta vez sí.
Salud y fuerza… mis queridos
compañeros de limbo.venezuelavetada
Por Juan Carlos Sosa Azpurua
(@jcsosazpurua)
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